Era mi primera
vez y estaba nerviosa. Porque las primeras veces siempre dan miedo. Lo
desconocido es tan aterrador como atrayente. Y yo me atreví aquella noche.
Acepté una invitación y me lancé al vacío. La oscuridad era la protagonista,
pero muy rápido una luz cenital apareció allí abajo. Delante de mis ojos había dos
figuras que al fijar la vista pude distinguir: eran dos maniquíes. La quietud
reinaba en aquellos cuerpos artificiales. Escudriñé bien: el hombre acostado en
aquel catre de la Guerra Civil tenía los pies sobresalientes, muy tiesos; el
hombre de la silla parecía no respirar. Lo dicho: eran maniquíes. Pero NO. Eran
dos ángeles del espectáculo: Daniel Grao y Nacho Sánchez.
Cuando todo
empezó, yo ya no existía. La gente de mi alrededor tampoco existía. Una densa
niebla se esparcía por todo el ambiente y solo podía verse el escenario. Un
escenario vivo, tan vivo que parecía la realidad misma. Y yo me paralicé tanto viviendo
la angustia de sus sentimientos sumamente reales, que cuando llevaba rato llorando -ese momento en el que las lágrimas llegaban a mis pantalones. Gota a gota. Lágrima
a lágrima-, justo en ese momento empecé a ser consciente de que estaba en un teatro.
Al salir, al volver a la realidad real, ya nada fue igual que antes.
La piedra
oscura, una obra de teatro-realidad desgarradora.
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